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martes, 23 de agosto de 2016

Hasta el próximo tren Don Ludo, o hasta que se acabe el Borgoña

Cuando éramos jóvenes jugábamos a la pelota, jugar el futbol parecía algo mas serio. El futbol tenia reglas bastante estrictas, un referí, dos lineman, dos tiempos y un entretiempo, off side, etc.. Parecía complejo que un juego con la misma finalidad, fuera tan diferente, pero la mente se va acostumbrando y sabe hacer las diferencias del caso.

Nosotros jugábamos en potreros, mitad césped, mitad tierra. A veces con arcos pero nunca con red, los límites del campo de juego eran casi imaginarios, por supuesto no existía el off side ni el referato. Pero en aquellos años y gracias al cabezón Hernández, dimos con una cancha que nos seducía a todos.

Estaba en Adrogué, contra las vías, del lado oeste, entre la barrera de Nother y la de San Martín. Era un predio en que los bancarios jugaban una liga cada 15 días pero como el cuidador era conocido del padre de Hernández, nos dejaba jugar cada tanto. El lugar era medio picante, pero la cancha era una locura, tenía las medidas reglamentarias, toda de césped y delimitada con cal como las profesionales, arcos pintados y con red. Ahí jugábamos con botines con tapones, era casi un lujo en aquellos años y hasta una aventura.

El cuidador era un tal Ludomir Anselmo Fonseca, un caboverdiano que hablaba mas en portugués que en castellano. Había jugado en San Lorenzo hasta la tercera y su carrera fue truncada por una rotura de meniscos que le propinó el legendario arquero de River, José “perico” Pérez en una salida desafortunada. Fue el primer tipo negro que vi en mi vida y la primera persona capaz de tomar 3 botellas de vino en una hora y media.

Don Ludo, era una gran persona, amable, respetuoso, apasionado del futbol, siempre con algún consejo enriquecedor, nos gustaba escuchar sus historias de futbolista frustrado, de su Cabo Verde natal, de la pobreza en los conventillos de la Boca y de sus desamores. Era un ser de luz, esos tipos buenazos que por lo general no tienen suerte. 

En aquella cancha nos sentíamos mas cerca de ser futbolistas que de meros jugadores de pelota, para nosotros era como jugar en el monumental o en la bombonera, aquel campo tenía cuidados a los que no estábamos acostumbrados y nos sentíamos realmente privilegiados. Y Ludomir siempre nos recordaba "Jueguen bien muchachos, las vias del Roca los están mirando". Esto viene a cuento que el futbol argentino y el Roca tienen mucho en común, gran parte de la historia se hizo a largo de esas vias.

El trato era claro, jugábamos 5 trenes. Como la cancha estaba contra las vías y el roca que iba hacia Burzaco pasaba cada 14 minutos, el tipo decía que al quinto tren se terminaba el partido. Nosotros en modo de agradecimiento cada vez que íbamos le llevábamos 2 botellas de Bianchi borgoña, era el vino que a Ludomir le gustaba. Parecía casi un ritual que cuando empezábamos a jugar don Ludo se sentaba al costado de la cancha con su silla, su vaso y su botella de borgoña a mirar el partido, mientras daba indicaciones a los dos equipos y a la vez oficiaba de árbitro en jugadas dudosas. Le gustaba el futbol con locura pero también el vino. Fuimos con el tiempo observando que en esos 70  minutos se terminaba las 2 botellas que le llevábamos.

Un día el gallego Sánchez propuso de llevar 3 botellas para estirar el encuentro y como reconocimiento al gran favor que Ludomir nos hacía. Y así lo hicimos.
La próxima vez que fuimos a jugar, el partido estaba cerrado y empatado, ya había pasado el quinto tren, pero algunos empezamos a decirle “hasta el próximo tren Don Ludo” y Don Ludo descorchando la tercer botella,  respondió “Está bien, jueguen hasta que se acabe el borgoña”.


martes, 13 de octubre de 2015

Tacuil, un viaje de ida

Hace ya mas de tres años escribí ESTO y la verdad que no he cambiado de parecer. Los vinos de Tacuil son únicos e irrepetibles. Los conozco desde hace mas de una década y desde el primer instante, sentí que estaba ante algo diferente, esta bodega en aquellos tiempos hacia cosas que se contradecían con el mainstream. Si bien sus vinos eran muy maduros y cargados, les sobraba alcohol pero les faltaba esa divina y sacra barrica que todos añoraban por aquellos años.

Me costaba un poco entender porque esos vinos no tenían sabor a vainilla o café, parecía un descuido del enólogo que pecaba de inocente. Resulta que el inocente era yo, Don Dávalos tenía muy claro lo que quería para sus vinos y pude descubrir su filosofía de la mano de Pancho Morelli Rubio, en una degustación que me hizo creyente de los vinos de Tacuil.


Desde aquel día me dije que en algún momento debía recalar en Molinos para comprobar si era tan así como Pancho decía que se hacían los vinos.

En mayo pasado pude constatarlo. Gracias a mis amigos tucumanos que movieron un par de hilos, logramos acceder a la finca donde se encuentra la bodega. El mismo hijo de Don Dávalos, Raúl Yeyé Dávalos y Daniel Ibarguren (agrónomo de Altupalka), nos vinieron a buscar a Cafayate para emprender el largo viaje de mas de tres horas hasta Molinos.

El viaje en si mismo vale la pena, la cruda belleza del noroeste argentino, se deja ver sin tapujos por estos lares. Lugares que parecen perpetuados en el tiempo, donde no hay por momentos red celular ni electricidad, tan solo montañas, cabras, cardones y alguna tapera humeante en el horizonte. Belleza en su expresión mas natural y auténtica, ya que la  mano del hombre poco la ha modificado.
Después de algunas horas de viaje por el árido desierto llegamos a Tacuil y fue como llegar a un oasis. Rodeado por un cordón montañoso uno constata que se trata de un microclima, ya que se ve todo verde, el paisaje cambia, hay árboles, sembrados, viñas, rastros de humanidad.

Lo primero que se me vino a la mente fue, “Que carajo hacen estos tipos acá?” “Si a mi me regalan la tierra, la vid, la mano de obra y la bodega, ni borracho hago vino en un lugar tan inhóspito”
Llegamos y recorrimos fincas, visita a la bodega y luego a charlar con Yeyé y con Daniel. Probar todos los vinos de Tacuil y Altupalka y seguir de charla. Constatar que no hay electricidad, ni equipo de frio, tampoco hay sala de barricas ni laboratorio.

El año pasado el gran Guti no puntuó muy bien los vinos de Tacuil. Este año le tiró un montón de puntos y no creo que sea casualidad,  los vinos que de allí salen poco cambian año a año. Tal vez tenga que ver que Luis Gutierrez este año pudo visitar la bodega y seguramente el entorno le transmitió otras cosas.
Mi independencia de criterio también reside en poder ver que hay sitios que tienen cierta magia y la cualidad de atravesarnos, seas un crítico de clase mundial o un cuatrocopista como yo.

Así como pensaba, Tacuil es un lugar único e irrepetible, de una altura extrema, con un clima extremo y con hombres y mujeres que tienen un temple especial, una cualidad que a uno lo hace sentir un ser inferior. Cuando me quejo por el tránsito de la ciudad o los baches que Scioli nos ha regalado, pienso 20 segundos en Molinos y se me pasa un poco, mis traspiés diarios parecen una estupidez al lado de las dificultades que los pobladores de esa zona viven día a día.

De los vinos que allí se dan, poco uno puede decir, a mi me encantan y los sigo eligiendo desde hace mucho. En pocas palabras, quien soy yo para decirle a esos tipos lo que de estaría mas a mi gusto, si ni siquiera soy capaz de correr 100 metros en esa altura.

Lo único que puedo decir de los vinos de Tacuil y de Altupalka es que son vinos diferentes, vinos que pueden encantar o decepcionar, pero de una gran calidad y con un sello único e irrepetible. El mejor elogio que puedo hacerles es que siempre están en mi cava.

Gracias a Daniel, Yeyé, Silvio, Leandro, Julio y Elena por haberme dejado compartir una experiencia que jamás olvidaré.


Salud y larga vida a los vinos de Molinos!!!

jueves, 8 de octubre de 2015

Resero Blanco Sanjuanino, el vino que mató a Mamaía

Mamúa: Estado de intoxicación producido por la ingesta de alcohol, que provoca una alteración de la conciencia y de las facultades mentales y físicas.
Ámbito: Argentina, Uruguay
Uso: Vulgar
Sinónimos: ebriedad, borrachera.

Entre los 11 y los 15 años fui asiduo concurrente del campito de Nicolussi. Así llamábamos en aquellos tiempos un terreno baldío que comprendía aproximadamente  1750 m2, sobre la
calle Cerrito, entre Campos y Brito. No sé a ciencia cierta los orígenes de este descampado, lo que si sé, es que ahí se juntaban pibes y adultos de 2 km a la redonda, tan solo para jugar al fútbol.

Era el potrero soñado por cualquier pibe del mundo. Verde césped, llano y sin pozos. Allí no molestaba la policía, ni los vecinos, ni nadie. Era tierra de pibes y de fútbol.
Un grupo de adultos había armado una cancha de 11 y como todavía quedaba mucho terreno, los chicos improvisamos una cancha de 8 y dos de 5. El campito reunía de lunes a viernes a pibes de varios colegios cercanos. Yo iba al colegio de curas a unas 5 cuadras, pero enfrente estaba la 73, a siete cuadras la 30 y a unas quince la 45, esas son algunas que recuerdo pero seguramente había más.

Esta semana pude enterarme de los detalles de una historia que viví en aquel campito y que equívocamente había mal entendido.

En aquellos años de mi infancia y pre adolescencia, los pibes teníamos potreros a montones, nuestra única preocupación era el clima y la cantidad de horas que podríamos jugar a la pelota. Una vez a la semana nos tocaba ir a Nicolussi. Ese potrero era algo especial. Allí no jugaba cualquiera, había que tener una cierta calificación para que te elijan en el pan y queso. Todas las tardes se llenaba de pibes pero pocos eran los que jugaban en la mejor canchita. Con los años entendí que yo fui uno de los elegidos, a mí siempre me elegían, no en el primer escalafón, pero si después de Cartucho, el Hacha Castro y Tirifilo. Ahí me conocían como el Rusito y cada vez que iba jugaba en la cancha central.

Todos los días luego de empezado el partido aparecía el negro Mamaía y se metía a jugar de prepo, así de guapo echaba al que peor jugaba o al que no le caía en gracia.
Mamaía (deformación gentilicia de mamúa) era mucho mas grande de edad que nosotros, trabajaba en la textil de Levalle, cuando salía pasaba de camino a su casa y siempre se quedaba a jugar. Nadie le decía que no, el negro era crack y muy denso. Era un indio grandote, de ojos saltones inyectados en sangre, cara ancha y boca grande, cabezón y de pelo largo y pajoso. Nunca supe su nombre hasta hace poco, pero jamás olvidaré los interminables picados que compartimos en aquellos años.

Mamaía había jugado en Lanús, en Temperley y en Banfield. Decía que de Lanús se fue porque el colectivo 239 tardaba mucho y por la misma razón no fue mas a Temperley, aducía que el 278 daba mucha vueltas. Terminó recalando en Banfield porque le quedaba cerca y podía ir caminando. La cuestión que no siguió porque le resultaba aburrido ir a entrenar y cada tanto tiraba que eran todos troncos.
Es de los pocos tipos que vi en mi vida que pueden tirar un caño de ida y vuelta y salir gambeteando como si nada.  En todos los picados que pude jugar con él, nunca vi que le sacaran la pelota. El negro jugaba los torneos de sábado y domingo con los grandes y en esa época se decía que hacía 3 años que no perdía una pelota en el mediocampo.

Mamaía jugaba de cinco o de centro has (centre half), pero en realidad jugaba de todo, defendía y atacaba de la misma manera y nunca, pero nunca, perdía una pelota. Si bien no era de hacer muchos goles, cuando llegaba con pelota dominada cerca del area, no erraba, la ibas a buscar al fondo de la red y la llevabas al medio para sacar. Jugó un montón de tiempo con nosotros y creamos cierto vínculo, de hecho íbamos a verlo jugar los sábados o los domingos. El negro era todo un espectáculo en sí mismo. Vago, canchero, dotado, dueño de un talento único. Casi que no corría, jugaba al futbol como a él le gustaba y marcaba siempre la diferencia. Era de esos tipos que habían dominado al futbol y no el futbol a él.

Mamaía tenía siempre aliento a vino, en su bolso marrón de cuero, siempre había una botella de Resero blanco sanjuanino. Entre jugada y jugada, se hacía una escapada hasta el arco y le daba un par de sorbos al vino, así, del pico, era un indio el tipo. Una vez que terminaba el picado se sentaba al lado del arco y se bajada de un solo sorbo lo mucho o poco que quedaba en la botella.

Un día como tantos mientras jugábamos, el negro hizo una jugada de antología, arrancó de media cancha en sector izquierdo con un caño al 4 contrario, empezó a gambetear en diagonal y metió un pique diabólico hasta la medialuna, frenó, enganchó y salió para la izquierda para frenar y perfilarse de derecha al arco y sacar un derechazo con mucha rosca que se clavó en el segundo palo del arquero. Golazo. Pero Mamaía había quedado tendido en el césped a la altura del punto penal. Varios se acercaron y el tipo no respondía. El turco fue a lo de doña Bebinda a buscar agua pero ni así reaccionaba. Tratamos por todos los medios de reanimarlo pero nada. No sé cómo ni en que momento, alguien fue a buscar una ambulancia y en unos 45 minutos cayó una Ford ranchero con cabina, de color blanca y con una licuadora encima. Se lo llevaron muerto.

El impacto fue terrible, todos le echábamos la culpa al vino. El Resero lo había matado. En nuestra mente quedó que el futbol y el vino no son buenos amigos, sin embargo este tipo solo jugaba cuando estaba pasado de copas.

Hace unos días y por cuestiones laborales el negro Mamaía volvió a mi mente. Me encontré con un familiar suyo y luego de rememorar anécdotas de la infancia,  me contó que Alberto era cardiaco de nacimiento, que en realidad tenía prohibido jugar al futbol y que correr mas de una cuadra era peligroso para su salud. Nunca le hizo caso, parecía que su vida fue parte de una elección.
Me quedé pensando que si Alberto se hubiese cuidado, sin fútbol, sin vino, al calor de una estufa y en la seguridad de las penumbras de su casa de Banfield, tal vez hoy estaría vivo.

Prefiero y celebro creer, que él eligió vivir así su vida, morir en un potrero en la llanura desaforada con el sol dándole en la jeta, con aliento a vino y metiendo un gol de antología para los pibes.


En memoria de Alberto “Mamaía” Torres, QEPD crack.

martes, 29 de septiembre de 2015

Barrilete, una historia de pibes...o de otra cosa

Aquellos como yo, que tenemos torpes ínfulas de escritor de pacotilla, solemos escribir y guardar, escribir y quemar, escribir y mandar sin remedio a la bendita papelera de reciclaje. Algunos textos tienen la capacidad de superarnos y adueñarse de nuestra voluntad, no por su calidad literaria, si no por la emoción que nos ha causado al momento de escribir.
Entre tanto .doc perdido en un disco rígido viejo y a punto de perecer, he rescatado algunos textos que si bien no me enorgullecen, si me siguen latiendo.
Barrilete ha cumplido ya mas de una década y antes que se pierda en alguno de esos cambios tecnológicos de los que uno no sabe medir, quiero guardarlo en el blog, a título íntimo.
Los hechos y los personajes son ficticios y cualquier similitud que encuentren en este texto con amores perdidos o vinos desarraigados, es mera coincidencia.
Queda a discreción del señor lector.
Salud.

BARRILETE

"Corría el año 1980 y ya llegaban los primeros fríos que presagiaban el comienzo del otoño. Volvían la humedad, la hojarasca, el viento, y con él los barriletes, que en ese año en particular, abarrotaban el cielo de la tarde como fascinantes astros de papel, y digo que son como astros por la perplejidad que nos acomete al remontarlos, no es demasiado divertido lograr que suban, pero cuando están arriba en el cielo, no podemos sacarle los ojos de encima, y cada movimiento que efectúan lo seguimos con atenta mirada.

Por supuesto que había competencia ; cual era el mas lindo o quien tenía mas metros de piola, o quien se lo había hecho solo, la cuestión es que pasábamos horas en los techos de las casas o en algún baldío cercano remontando estos artefactos de baja tecnología, pero que tanto nos entretenían. Así fue que yo hice el mío ese año. Ya había hecho otros, pero este año quería hacer uno especial, y elegí la estrella de ocho puntas. 

Me dispuse a conseguir las cañas de tacuara, cosa que era fácil ya que en cualquier terreno cercano se podían encontrar, el papel afiche, que compre en la librería de al lado de la escuela con plata que me dio mi abuelo para mi cumpleaños, el hilo para el bastidor, y por último los trapos que hacen la cola. Los trapos son importantes, y eso lo descubrí el año anterior, cuando mi barrilete rombo se había ido de un lado para el otro por el poco peso de la cola, así que este año conseguí unas puntas de rollo de tela de jean, que un vecino  traía de la textil en la que trabajaba y me  regalaba .Tenía metros de esa tela y parecía perfecta para tal propósito. 

Con todos los materiales listos, comencé esa misma tarde. Preparé el engrudo, y me fui al galponcito del fondo a comenzar mi obra .Una vez que tenía las cañas cortadas y mis manos habían sufrido ya un par de tajos por el filo que toman estas varillas cuando uno las abre en cuatro, lo demás fue fácil, corté el papel, lo pegué, armé el bastidor y luego lo forré, lo dejé toda la noche para que se seque el engrudo, y al otro día le coloque los tiros y la famosa cola, que medía mas de tres metros. Desde el verano venía juntando hilo; hilo de ese que usan para atar las pizzas, así que cada vecino y pariente había sido un contribuyente mas para el gran ovillo que estaba armando, además compré con lo que me había sobrado del papel afiche, dos rollos enteros del mismo tipo de hilo, era la primera vez que tenía tanto y eso que  para ese entonces me parecía un gasto enorme comprar tantas cosas para fabricar  un barrilete. Pensar que el año pasado no había gastado nada, ya que todos los materiales eran gratis: el papel era de diario, las cañas siempre fueron gratis, y el hilo también lo había juntado, pero este año era diferente, quería algo profesional, y parecía que el gasto valía la pena. 

Quedó terminado al atardecer, pero como a esa hora no se remonta, decidí agregarle unos flecos a todo el contorno de la estrella, cosa que le daba un aire elegante y yo estaba seguro, aunque ningún precepto aeronáutico lo estableciera, que estos flecos de papel ayudarían a que volara mejor.
Estaba hermoso y perfecto, era blanco y rojo, dividido en cuatro partes que se unían en el centro formando un cuadrado, la cola color azul y los flecos completaban la obra de arte que había pergeniado en mi mente. Lo colgué contra una pared del galpón y me quede ahí observándolo largo rato, hasta que mi mamá me llamó para comer, apagué la luz y cerré la puerta, y me fui pensando que estaba muy lindo, pero que al día siguiente debía probarlo, ya que en la cancha se ven los pingos, y si no volaba bien, mis esfuerzos por la estética me podían jugar en contra ante la barra de pibes que iban al campito de Ituzaingo, imaginate llegar con semejante barrilete, y que no levante, sería el hazmerreír de todos, y no podría volver sin que se burlaran de mi, así que debía probarlo en el techo de casa, así, si no remontaba, tendría tiempo para arreglarlo y después si, pavonearme con los pibes.

Casi no pude dormir esa noche, era viernes y al otro día no había escuela, así que a primera hora podía empezar a probar mi estrella .Me dormí tarde pensando si mañana habría viento suficiente para que levantara rápido y  no tener que andar corriendo por el techo de casa. 
Me desperté temprano y ni siquiera me peiné ni me lave la cara, desayuné rápido y me ligué unos cuantos rezongos de mi mamá, pero no me importo , fui derecho a buscar mi barrilete y subí al techo de casa para probarlo. El día estaba bastante ventoso y nublado, el viento soplaba del noreste, así que me puse de espaldas al viento, acomodé los últimos detalles y lo largué, corrí apenas dos metros y empecé a darle comba y a soltarle hilo, mas comba y mas hilo, y comenzó  a subir y a subir, le soltaba bastante hilo y caía un poco, pero le daba comba y subía enseguida, que estabilidad que tenía ese barrilete!!!, no se iba de lado, ni cabeceaba, era perfecto, creí haber logrado la excelencia en aerodinámia de cometas. Lo deje subir hasta la mitad el ovillo y ahí lo dejé, me senté en el techo de casa y así me quedé por horas, solo mirándolo y observando su comportamiento, no hizo falta que lo toque en todo ese tiempo, él estaba ahí, soberano en el cielo nublado, parecía un astro rojiblanco, era en realidad imponente ver que ni se movía, y que cuando el viento lograba desplazarlo, él solito se acomodaba para permanecer gallardo ante su embate. Decidí bajarlo y guardarlo, ya había superado la prueba de vuelo, y no quería que los pibes del barrio lo vieran antes de tiempo, así que me bajé del techo y como ya casi era hora de comer, me fui para adentro a contarle a mi hermano de mi perfecto barrilete. 

A mi hermano mucho no le gustaba ya remontarlos, le parecían aburridos para su edad, yo tenía 10 y el 12 años, pero a esa edad 2 años parecen una generación, así que me escucho casi por compromiso y se aguantó mi euforia solo para pedirme que jugara un arco a arco en la calle mientras mamá terminaba la comida, acepté y salimos y jugamos como todos los días, pero en mi mente estaba el campito de Ituzaingo, donde a la tarde se juntaban todos y yo iba a estar ahí; nos llamaron a comer y entramos enseguida, comí rápido, ayudé a levantar la mesa y a secar los platos y le comenté a mamá que me iba al campito con el barrilete, ella me miró con resignación y me dijo que tuviera cuidado con los autos. Entendí su respuesta como un permiso tácito. 
Hice tiempo un rato y cuando se hicieron las tres de la tarde, agarré mi barrilete y me fui para el campito solo, cuando llegué ya había gente conocida remontando, el viento había incrementado bastante, así que los barriletes flameaban en el cielo con mucha inestabilidad y peligro. Mientras me preparaba para hacerlo subir se cayeron dos rombos y había un pibe con una estrella parecida a la mía  que no quería subir y se caía a cada intento. Ya estaba listo y lo largué, corrí un par de metros y empezó a subir, subía y subía, tranquilo y manso, y mientras los demás se movían de un lado a otro, mi estrella estaba serena, imperturbable, parecía que estaba clavada en el firmamento de la tarde gris. Los pibes que estaban ahí y los que iban llegando no podían creerlo, señalaban mi barrilete y se comentaban cosas que yo no podía escuchar, pero que imaginaba.  Concentrado en mi tarea ni los miraba, alguno pasó y me palmeó la espalda felicitándome, y algunos no me miraban tampoco, pero si miraban a mi barrilete, con envidia y fascinación. Llegó el momento de irme y recibí saludos y felicitaciones de casi todos los que estaban ahí, volví a casa contento por la victoria obtenida esa tarde, para mi era una victoria, y me dije a mi mismo que no volvería mas allí, que prefería disfrutarlo solo en casa, y que si querían verlo, lo harían en el cielo todas las tardes. 

Y así fue, cada tarde después que comía y hacía los deberes de la escuela, me iba al techo y realizaba el diario ritual de remontar mi barrilete durante horas. Y lo disfrutaba mucho, es que era perfecto ese cometa, no solo en la belleza exterior, sino en su comportamiento, tan suave y tranquilo, tan confiable y sereno. Me animé a ponerle un segundo tiro y un doble hilo, así que hacía con él lo que quería, lo llevaba de un lado a otro a voluntad y ni el viento mas fuerte podía voltearlo, parecía invulnerable, casi sagrado. Así pasé semanas haciendo lo mismo. Cada tarde, el cielo se adornaba de muchos barriletes, pero el mío resaltaba entre todos y yo me sentía en la gloria, él era mi estandarte y mi orgullo, y ya se hablaba en el barrio de esa estrella de ocho puntas roja y blanca. 

Seguí todo el otoño y principios del invierno con la misma rutina, solo los días de lluvia me privaban del placer de remontarlo, cada día era una fiesta para mi y un gozo. Pero una tarde de invierno sucedió lo inesperado. No había mucho viento y mi barrilete estaba ahí como siempre, sereno y tranquilo, estuvimos toda la tarde juntos porque había sol y no hacía tanto frío, comencé a bajarlo y en ese momento se corto el hilo, no podía creerlo, se había cortado, miré y reconocí el clásico movimiento que hacen los cometas sin hilo, empezó a caer despacio y suavemente, el viento lo llevo unas cuantas cuadras, y lo perdí de vista, recogí el hilo  en el ovillo y comencé a desesperarme, no sabía que hacer, salí corriendo a buscar la bici y sin avisarle a nadie empecé a buscarlo hacía donde lo había visto caer, recorrí cuadras sin ningún orden, y después de media hora lo vi, estaba colgado en los cables de media tensión, enganchado de la larga cola y cabeza para abajo. Me pregunté como haría para recuperarlo. 
Volví a casa y le comente a mi hermano, le pedí que me ayudara a bajarlo; debe haber visto a la desesperación misma en mi cara, ya que sin dudarlo me dijo que no me preocupara que mañana lo bajábamos como fuera. No pude dejar de pensar en él hasta que me fui a dormir, y una vez  en la cama, pensé como haría para bajarlo, me dio miedo también de que alguien quisiera apoderarse de él, ya lo conocían y sabían lo bien que estaba hecho. 
Llovió toda la noche, y me desperté varias veces con los truenos y cada vez, pensé en él y si podría resistir la tormenta. Me levanté temprano y todavía lloviznaba, pero igual fui a verlo, el papel estaba despedazado y descolorido, pero pensé que no era lo mas importante, todavía podía recuperarlo, solo tenía que volver a forrarlo. Volví a casa y cuando mi hermano se despertó, le pedí que me acompañara, y aunque no le gustó mucho la idea, lo hizo. Fuimos a lo de mi abuelo a buscar una caña larga, que tenía para sacar las naranjas mas altas del árbol que había en el fondo, llegamos e intentamos bajarlo, pero no podíamos. Primero intentó mi hermano y después yo, solo logramos romperlo un poco mas, igualmente estaba decidido a bajarlo como fuera, y seguimos intentando, con cuidado, tratando de no romperlo aun mas, y parecía que cada intento destrozaba mas a mi querida estrella. Seguimos hasta que se nos acabaron las ideas y hasta que la tarde se convirtió en noche, mi hermano miraba con resignación la inutilidad de mis esfuerzos, me dijo que mamá ya estaría preocupada y que si no queríamos ligarnos un par de semanas sin salir a la calle, que volviéramos y que mañana sería otro día, que volveríamos a intentar. Yo no podía rendirme, pero le hice caso y volvimos, mi madre estaba preparando la cena, y mientras comía pensaba en mi barrilete y en como recuperarlo, y se me agotaban las ideas. 

Al otro día volvimos después del mediodía, y ya no estaba, algo o alguien se lo había llevado, pudo ser el viento, o pudo ser alguien que  lo envidiaba, lo cierto es que solo un retazo de la cola quedó enganchado en los cables. Me pregunté quien lo tendría o donde habría ido a parar, pero sobre todo me dí cuenta en ese momento, que lo había perdido para siempre. Sentí un pena terrible, porque supe que nunca mas volvería a tener uno como ese, era especial y único para mi, y no era por el trabajo ni por el dinero que había gastado en él, era por lo mágico que fue nuestro tiempo juntos. No me lamenté, ni lloré, solo miré a mi hermano y empecé a caminar para casa, él me puso el brazo en el hombro y volvimos juntos, y no hablamos mas del tema, solo dije que no volvería a remontar barriletes, que ese sería el último... No fue cierto, seguí remontando barriletes unos cuantos años mas, pero nunca fue igual a ese año.


Han pasado los años, y los otoños, la hojarasca sigue tapizando las veredas del barrio, y aunque ya casi nadie remonta barriletes, las tardes grises y húmedas, todavía  evocan a mi estrella, esa de ocho puntas, roja y blanca, con flecos y con cola larga..."